Nunca más el error del confinamiento

COSTHANZO

Es esencial comprender que el confinamiento indiscriminado fue una decisión producto de la ignorancia del momento y del pánico político.

En 1968, la tercera pandemia de gripe del siglo XX mató al menos a un millón de personas en todo el mundo, la mitad de ellos menores de 65 años: 100.000 murieron en EEUU y 60.000 en Alemania. Sin embargo, prácticamente nadie la recuerda, porque, aunque se tomaron medidas sensatas como llevar mascarillas en el transporte público, procurar una mayor higiene de manos y evitar aglomeraciones, ningún gobierno encerró a sus ciudadanos, ni los vigiló con un estado policial bajo normas draconianas y contradictorias, ni hubo pánico, ni cierres de empresas, ni paro, ni depresión, ni los medios contaron diariamente cada contagio y cada muerto.

La desorbitada medida de encerrar a toda la población en sus casas, o sea, cerrar un país a cal y canto, es, por tanto, una anormalidad. Naturalmente, los gobiernos, a los que siempre conviene atribuir una presunción de mendacidad, aseguran que esta medida ha sido exitosa, aunque a largo plazo y a nivel global quizá haya costado vidas y haya devastado las economías (de cuya robustez, no lo olviden, depende nuestro sistema sanitario). A estos gobiernos les molesta mucho que algunos países hayan decidido no confinar y se presten a incómodas comparaciones. Esta persecución del disidente resulta sospechosa, pues denota cierta inseguridad en el supuesto «éxito». En efecto, ahora que tenemos muchos más datos sanitarios, éstos plantean serios interrogantes.

Suecia decidió no confinar y tiene una mortalidad similar o inferior a la de países que sí confinaron como Francia, Reino Unido, España, Italia o Bélgica. Más aún, en Suecia el pico de muertes se produjo a mediados del mes de abril (media móvil semanal), exactamente igual que en Reino Unido o Alemania (y poco después que Italia, Francia y España), y se ha reducido desde entonces en un 94%, cifra similar a la experimentada en otros países. Luego si el pico de muertes se ha producido en fechas similares en todos estos países, independientemente de la existencia o dureza del confinamiento, y la caída de mortalidad también ha sido parecida, es difícil defender que aquél haya sido el factor decisivo. De hecho, no existe correlación alguna entre dureza de confinamiento y mortalidad: España ha sufrido el confinamiento más dictatorial y extremo del mundo y también el mayor número de muertos por millón (según todas las fuentes, menos el Gobierno), mientras que países con confinamientos blandos han tenido una mortalidad muy inferior. Al otro lado del océano, ocho estados de Estados Unidos decidieron no confinar a su población, y su mortalidad ha sido indistinguible de la de estados vecinos con similar densidad de población que sí confinaron.

Fracaso sanitario

De estos datos se desprende que, en la inmensa mayoría de los casos, el confinamiento ha sido una medida aturullada, tardía y reactiva y un fracaso sanitario. En España, el Gobierno primero reaccionó tarde (8-M) y luego nos ha tenido 90 días encerrados por un virus con un período medio de incubación de 5 días, período durante el cual hemos pasado de 288 muertos a más de 40.000 según las fuentes más fiables. Es tan evidente que esto es un fracaso sanitario que choca insistir en lo obvio.

Los defensores del confinamiento se escudaron en su día en un cuestionado y alarmista estudio realizado por una universidad británica que auguraba millones de muertos basándose en anticuados modelos matemáticos, hoy muy desacreditados. Pues bien, la misma universidad ha publicado lo que es esencialmente el mismo estudio por segunda vez (con los mismos modelos) defendiendo los millones de vidas (estimación virtual que reconoce dar sólo «a título ilustrativo») supuestamente salvados por el confinamiento, o sea, por su primer estudio. Segundas partes nunca fueron buenas y ésta ya ha sido objeto de aguda crítica por parte de expertos, pero es la que ha utilizado el incompetente Sánchez para sacar pecho a pesar de su calamitosa gestión de la epidemia (ante el silencio de la indolente no-oposición).

Tras la tragedia, acentuada por la acción gubernamental, es hora de intentar recuperar prudentemente la normalidad, y para ello sería deseable un mayor rigor por parte de medios y autoridades. Los mal llamados «rebrotes» no son recaídas inesperadas. Convivimos con el coronavirus y seguiremos haciéndolo, pero su letalidad ha caído drásticamente, por lo que un aumento de contagios leves o asintomáticos no es necesariamente alarmante, mientras que la evolución del número de hospitalizados graves (particularmente en UCI) es un dato más informacional.

Tampoco parece lógico tomar como principal unidad de medida el número «oficial» de contagiados, pues las autoridades jamás han sabido su número real: la cifra depende del número de tests realizados y los estudios de seroprevalencia han mostrado que sólo se detectan uno de cada diez casos, como mucho. Los contagios detectados en una enfermedad que cursa asintomática hasta en un 80% de los casos nunca tendrán demasiado significado. Incluso es posible que el número de contagiados sea, como se deduce de un reciente estudio sueco, el triple de lo que muestran los estudios de seroprevalencia, que no detectan la inmunidad por linfocitos T. De confirmarse este dato, Madrid y otros focos estarían mucho más cerca de la inmunidad de rebaño (que se estima ahora cerca del 40%) y, como corolario, la letalidad del Covid-19 sería mucho menor de la estimada inicialmente; datos claramente esperanzadores.

Resulta esencial comprender que el confinamiento indiscriminado, que encierra por igual a sanos y enfermos, a población de riesgo y a la que no lo es, al campo y a la ciudad, a zonas muy afectadas y a zonas donde apenas hay casos, ha sido una decisión producto de la ignorancia del momento y del pánico político. Los gobiernos sencillamente salieron en estampida. Es una medida insostenible en el tiempo y, además, ha resultado un fracaso sanitario, un intolerable atentado de naturaleza fascista y totalitaria, y un desastre económico sin precedentes. Ningún país, y España menos que nadie, puede permitirse el caos que produciría un segundo cierre indiscriminado.

Varios estudios apuntan a que la distancia social, la evitación de aglomeraciones, el uso de mascarillas en entornos cerrados, concurridos y poco ventilados, la protección de hospitales y residencias, el aislamiento de los enfermos y de sus contactos y, en caso necesario, el de la población de riesgo en focos locales es epidemiológicamente eficaz y salvaguarda el Estado de Derecho y el funcionamiento del país. Ahora que disponemos de mucha más información, las autoridades deberían aprender la lección y garantizar que nunca más se va a repetir el error, porque esta incertidumbre está lastrando la recuperación y amenaza con convertir la crisis creada por la acción del gobierno en una depresión de inquietantes consecuencias.

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