La sentencia del TC parece el certificado de defunción de un tributo que constituye una antigualla histórica, cuyos orígenes en su versión actual se remontan a 1945.
El pasado martes 26 de octubre, una nota informativa del Tribunal Constitucional anunciaba la declaración de inconstitucionalidad y nulidad de los artículos 107.1 segundo párrafo, 107.2.a) y 107.4 del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales, en relación con el impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana. La razón de la inconstitucionalidad estaría en que estos preceptos establecen un método objetivo de determinación de la base imponible a partir del cual siempre existiría un aumento en el valor de los terrenos durante el periodo de la imposición. Y ello, con independencia de que haya existido ese incremento y de la cuantía real del mismo.
A pesar de que se ha hablado de la intención de salvar esta figura tributaria, esta sentencia más bien parece el certificado de defunción de un tributo que constituye una antigualla histórica, cuyos orígenes en su versión actual se remontan al arbitrio contemplado en la Ley de Régimen Local de 1945, y que se mantuvo a lo largo de los años hasta incorporarse a la Ley de Haciendas Locales de 1988 y al texto actual de 2004.
La enfermedad originaria del impuesto radica en que, aunque se grava un índice de riqueza que puede ser objeto de imposición (una plusvalía por la transmisión de un terreno urbano es un signo de capacidad económica) las reglas de cálculo determinan, con frecuencia, que se haga tributar una manifestación ficticia de capacidad contributiva.
El hecho de que la vulneración de la capacidad económica no se localizase en el hecho imponible sino en las reglas de cuantificación no parecía ser argumento suficiente para salvar la constitucionalidad del impuesto. Y aunque la patología se mantuvo latente durante la bonanza del boom inmobiliario, donde la plusvalía fijada legalmente solía ser inferior a la real, sólo era cuestión de tiempo.
La primera llamada de atención vino de una conocida sentencia del TSJ de Castilla-La Mancha, la 85/2012, que, de modo impecable, explicaba la incoherencia del método de cálculo de la plusvalía, ya que el mismo partía del valor catastral en la fecha de la venta, sobre el que se aplicaban unos porcentajes. Y no se puede determinar una plusvalía pasada (diferencia entre el momento de la venta y el momento de la compra) a partir de un coeficiente aplicado sobre un valor catastral actual.
Pero el camino hacia la inconstitucionalidad se despejó con la sentencia 59/2017, de 11 de mayo. En aquella ocasión el Tribunal Constitucional expulsó ab origine del ordenamiento jurídico los artículos 107,2 y 110,4 del Texto Refundido y emplazó al legislador a modificar el tributo. El Tribunal Supremo interpretó esta inconstitucionalidad en términos estrictos en la discutible sentencia de 9 de julio de 2018, limitando la misma a los casos en que el contribuyente pudiese probar la existencia de una minusvalía. Y ello cuando, en realidad, no había norma para la cuantificación del tributo, ya que el legislador no ejerció su libertad de configuración ni adaptó el impuesto.
Respiración asistida
La figura tributaria sobrevivió con la respiración asistida de esta doctrina del Supremo, que permitía cobrar el impuesto sólo en el caso en que hubiera plusvalía, aunque el incremento real no fuese el que se tuviese en cuenta sino una revalorización inventada por la ley. Con posterioridad, el propio Tribunal Constitucional excluyó también la posibilidad de exigir el impuesto cuando la cuota de éste superase la cuantía de la plusvalía real (sentencia 1020/2019 de 31 de octubre).
Con estos antecedentes, es evidente que la reciente sentencia no hace más que certificar una muerte anunciada. Y es que las exigencias de capacidad económica no han de referirse sólo a lo que se grava sino también a cómo se cuantifica lo que se grava. Puesto que si las normas de determinación de la cuantía del impuesto no son coherentes con el principio de capacidad contributiva del artículo 31,1 de la Constitución, se puede estar haciendo tributar una capacidad ficticia o inexistente.
La realidad es que estamos ante una figura obsoleta. Y aunque se ha anunciado que se va a intentar salvar el impuesto, lo cierto es que parece un vano intento de prolongar artificialmente la vida de un tributo moribundo. Más razonable sería aprovechar esta sentencia para reordenar la tributación local, que requiere una modernización que, entre otras cosas, redefina la imposición sobre la propiedad inmobiliaria, atribuya al impuesto de vehículos carácter ambiental, asigne participación a las Corporaciones Locales en tasas importantes como la del espectro radioeléctrico o clarifique la fiscalidad urbanística. Y, sobre todo, elimine un impuesto obsoleto como el de plusvalías que tendría mejor acomodo en forma de recargo municipal en el impuesto sobre la renta.