Este año 2020 es una oda a la incertidumbre, que es el humus perfecto no sólo para los embaucadores malintencionados, sino también para los ilusionistas que alivian un poco el peso de vivir en tiempos tan raros y sin referencias.
Las mentiras, las ilusiones, los mentirosos, la fe (la buena y la mala, y la fe a secas), los ilusionistas y la credulidad han sido elementos esenciales y recurrentes de este extraño 2020, que nos ha brindado una pandemia, una crisis económica y una mayúscula decepción institucional-humana. Paro de contar para no deprimirnos en agosto.
Hemos sido víctimas y usuarios de todos estos ingredientes que las circunstancias excepcionales han echado a las cocteleras de nuestras vidas. Para sobrevivir, y para hacerlo con un mínimo nivel de serenidad en tesituras tan angustiosas, necesitamos que nos inyecten una dosis bien medida de engaño. Ni mucho ni poco, según los síntomas, y siempre con arte y discreción. En otras ocasiones (hay momentos y momentos), es preciso que nos dejemos embrujar por los maestros de la ilusión. En el fondo, sabemos que estamos asistiendo a un espectáculo de prestidigitación, pero los niveles más oníricos de nuestros procesos mentales nos iluden bienintencionadamente, y queremos creer -aunque sea por un instante- que ese show que nos embriaga y fascina, es una estupenda, mágica e imposible realidad.
El catedrático de psicología de la Universidad de Alabama, Timothy Levine, acaba de publicar un interesante ensayo titulado «Duped» (Engañados), sobre la mentira y su importancia cohesionadora de todo el tejido social. «Es imprescindible para mantener en pie la sociedad», sostiene el autor. «Si temiéramos un engaño cada vez que interactuamos con los demás, la vida se convertiría en un infierno, no podríamos cooperar ni negociar y la economía colapsaría definitivamente».
Según Timothy Levine, nuestra primera y humana reacción es la de confiar en lo que nos dicen. Para dudar, necesitamos algún indicio, que pite alguna alarma: una pequeña incoherencia, un desajuste narrativo, una prueba a posteriori. Si no detectamos nada de todo ello, de entrada nos fiamos. Al fin y al cabo, afirma el autor, merece la pena correr cierto riesgo en aras de la estabilidad de toda la arquitectura social, aunque en ocasiones acabemos pagando el precio de un engaño padecido o de un exceso de credulidad. Mientras Levine habla de psicología social y mentiras, Don Silvio Mantelli habla de fe cristiana y de ilusionismo. Misionero y prestidigitador, este salesiano ha tenido una vida marcada por dos vocaciones bien distintas y que, sin embargo, cohabitan exitosamente. «Curas y magos deben ser capaces de regalar sueños», afirma icásticamente. No hay más, no condimenta ulteriormente su declaración. En 1996, cuenta el religioso, encontró a Madre Teresa de Calcuta. Ella le pidió que se exhibiera para las familias más pobres, dándoles una sorpresa en sus domicilios. Así lo hicieron: cada día, durante más de tres semanas, Madre Teresa entregaba al Mago Sales (este es su nombre artístico) una dirección y el nombre de una familia. Y para allá que iba el ilusionista-cura, cargado de energía y de (buena) fe, a convertir en memorable el día de unas personas a las que la vida había ofrecido pocas razones para sonreír.
Este año 2020 es una oda a la incertidumbre, que es el humus perfecto no sólo para los embaucadores malintencionados, sino también para los ilusionistas que alivian un poco el peso de vivir en tiempos tan raros y sin referencias. Entre teorías conspiranoicas, políticos a la deriva y técnicos desnortados, nos hemos agarrado a mentiras, ilusiones y fe (los que la tengan) para capear la tormenta. A veces con buenos resultados-placebo, a veces con tremendas decepciones. Si lo pensamos bien, la economía a menudo florece (y a menudo se mantiene) gracias a la proyección de escenarios futuros muy imaginativos.
Desde su aplicación para la creación de pequeños proyectos hasta su uso en la macro-planificación estatal o supraestatal, las llamadas «ideas» son la base para que unas meras teorías, sustentadas parcialmente en datos experienciales previos, pero no necesariamente reproducibles a futuro, se conviertan en realidad. O no, si la cosa sale regular. Hay un toque de ilusionismo y de engaño bienintencionado en todas las grandes parcelas comunes de la vida.
Un político es por definición un prestidigitador. A priori regala ilusiones en las que, si hay suerte, cree a pies juntillas, y tratará de transformarlas en algo real. Esto no ocurre con frecuencia.
La ratio de conversión ilusión-realidad suele ser bastante baja, lo cual sugiere la existencia de dos escenarios posible: o los políticos sueñan con demasiada altura de miras, o las ilusiones que siembran más bien son engaños. Por eso, a falta de visionarios con pedigrí de buena fe, bienvenidos sean los administradores públicos dotados de sentido común y ambición de sólida normalidad, incluso en circunstancias especiales. Políticos de baby steps que dirían los anglosajones, de pequeños pero firmes pasos.
Nacemos soñadores, y nos encantaría seguir así toda la vida, acunados entre los sueños y una realidad que se le parece. Se agudiza esta tendencia innata y casi primitiva en periodos de desorientación colectiva. Es natural que así sea, pero mucho más prosaicamente estas son épocas en las que conviene aplicar grandes dosis de pragmatismo a las esferas públicas y privadas de las que formamos parte. Volveremos a soñar en cuanto se pueda.
Marco Bolognini, abogado